Siempre he odiado mi vida. Creo, de todo corazón, que esto no puede ser lo que merezco. Desde siempre, mi padre y madre quisieron gobernar todo sobre mí, dónde estaba, con quién estaba y qué hacía, cosa que tenían muy fácil en este pueblito en donde todo se sabe.
Mi padre tenía dinero, por lo que siempre se creyó con el derecho de mandar a mi hermano y a mi; pocas veces nos habló con cariño, pocas veces en realidad nos habló. Mientras mi hermano y él se iban a trabajar, yo estaba con mamá aprendiendo a ser una señorita: a tejer, cocinar, bordar; pero lo que siempre me ha costado trabajo aprender, es a cerrar la boca, y según la mano dura de mi madre es un requerimiento esencial para ser una buena señorita.
Yo no quiero servir a nadie, quiero que me sirvan a mi.
Entonces lo vi y las ideas vinieron a mi. Uno de los chicos que traen cosas desde la ciudad parecía ser mi boleto de salida; me iría lejos, donde nadie me mandara, con un poco de esfuerzo esa sería yo.
Así pues, una noche me entregué a él con la promesa de llevarme lejos, pero mi padre lo supo y nos agarró justo antes de partir. No me pegó, no dijo una sola palabra. Solo me llevo a casa en donde mi madre, después de llamarme “prostituta”, me dio una fuerte cachetada en la mejilla. El acontecimiento dio paso a una semana en la que nadie me dirigió la palabra. Un día, mi padre se plantó delante de mi y me dijo -Ya tienes marido, se casan el mes que viene-. Y mientras mi madre besaba la mano de mi padre, después de agradecer a Dios, me restregaba la suerte que tenía de que un hombre me aceptara ya que no era una mujer completa. Fue entonces que envidié a las prostitutas; ellas sí pueden ser dueñas de sus placeres.
Ernesto era un niño de 13 años cuando nos conocimos, unos meses antes de la boda. En el primer encuentro, pensé que lo único que teníamos en común era que ninguno quería estar ahí, no fue hasta la noche de la boda que descubrí que teníamos otra cosa en común. Lo intentó, pero, sin idea alguna de lo que hacía y sin ganas, lo poco que hizo no justificaba la creciente panza que se manifestó en los meses siguientes. Pero su silencio me reiteró que la única razón por la que estábamos juntos eran todos los demás.
Sus padres y los míos siempre estaban en nuestra casa, una pequeña choza entre sus terrenos, por lo que pocas veces estábamos solos y en las noches, las camas separadas evidenciaban la mínima intención de contacto. No era un mal hombre, era trabajador y a veces hasta atento, recuerdo que algunos días le decía que se me antojaba algo y él me lo traía del pueblo o hasta lo preparaba para mí.
La falta de cariño me hacía sentir sumamente sola pese estar rodeada de gente. Por mucho tiempo solo me dediqué a mi hijo y mi casa, como quería mi madre. No fue hasta que el hermano de Ernesto se quedó en la casa, después de regresar de los Estados Unidos, que me sentí viva de nuevo. Con el tiempo, nos hicimos cercanos, después empezaron los roces y las miradas. Una noche en que Ernesto se quedó con mi padre, él llego y me confesó que su hermano era homosexual, me dijo que él sería mi hombre de la manera en que su hermano no podía serlo. Y acepté con un apasionado beso y una noche llena de caricias.
Fue un año de cariño, caricias y besos, era mi felicidad, m luz y la única persona a la que atendía por gusto. Entonces descubrí que estaba embarazada y me sentí feliz, pero la felicidad no duró mucho, porque en cuanto lo supo, él volvió a irse y todo mi enojo se dirigió hacia Ernesto. Entre peleas y silencios “nuestros” hijos crecieron y nosotros nos convertimos en nuestros padres; éramos lo que odiábamos.
La noche que te fuiste te vi hablar con los muchachos y después nadie supo nada de ti. Con el tiempo, el pueblo se llenó de rumores que aún ahora, me siguen a donde quiera que vaya. Te lo confieso, te envidio por irte y nunca te lo perdonaré. Regresarás y cuando lo hagas no te dejaré ir, tú, tus hijos y todos están tan condenados como yo; de este pueblo nadie se va.
Si no compartimos la felicidad, repartiremos esta miseria que nos ha tocado porque Dios así lo quiso.
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