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La Aguja Imantada

Astromelia Superba

…todas las noches al dormir la vida se desordena; los sueños son responsables de destruirla, y que uno, al levantarse por la mañana, tiene la obligación de ordenar el mundo de nuevo, día a día, hasta su final.

Imagen: Pixabay

El presente cuento corto fue acreedor al 6º lugar del Premio Endira, en Querétaro 2019. Claudio Enrique González Medina, escritor.

El día inició como cualquier otro, como suelen ser los días de abril, estirados por el caluroso tiempo, bochornosos. Al salir de la cama tropecé con una caja china con la que me había entretenido anoche, antes de caer adormecido; mi padre me la había obsequiado al cumplir los ocho años y ahora se encontraba desunida, dispersas todas sus piezas sobre el piso de la habitación. Esos restos traían consigo rasgos reminiscentes de aquella etapa de vida; recordé que mi padre, con ese juguete, me explicaba que todas las noches al dormir la vida se desordena; los sueños son responsables de destruirla, y que uno, al levantarse por la mañana, tiene la obligación de ordenar el mundo de nuevo, día a día, hasta su final. Hace bastante tiempo no me preocupaba por reordenar mi vida, y ahora, súbitamente se me presentaba como un juguete roto que debía pegar.

Me incorpore cuidadoso de no pisar ninguna pieza que pudiese causar dolor alguno, ese que se agudiza cuando repica en la planta del pie. Camine a la ventana para toparme con un cielo radiante que invitaba a la admiración de las majestuosas arquitecturas coloniales, clásicas y modernas, que articulan esta parte de la ciudad. A lo lejos, por encima de las frondosas copas de los árboles de Donceles, cubiertas de jacarandas, relucía la fachada neoclásica del Teatro Iris; y más a lo lejos, por antonomasia de la ciudad, sobresalían las dos torres barrocas de la Catedral Metropolitana. No había día que no me detuviera a mirar esta postal privada, perfectamente encuadrada por el marco corroído de la única ventana de mi departamento, un lugar de cinco por cinco, algo pequeño pero económico, además, lo había adaptado a modo de cubrir mis exigencias.

Salí del Santa Clara, doble la esquina de Tacuba sin saber exactamente a donde me dirigía. Normalmente así son mis paseos, indefinidos. Camino por un sinnúmero de lugares buscando algo indefinido, aunque sin proponérmelo demasiado, dejando que el deseo escoja; regularmente, el impulso que me lleva entre vitrinas y escaparates encuentra sosiego un par de calles delante, en el callejón Condesa, lugar donde me abastezco de literatura y música de todo tipo.

Siguiendo mis andanzas y como de costumbre, me tumbe sobre el pedestal de la estatua del viejo monarca Carlos IV montado sobre su corcel Tambor, para refugiarme del sol que venía arreciando. La inscripción ahí plantada me causa una especie de alteración siempre que se me revelaba. “México la conserva como un monumento al arte”. El arte debería ser “monumento” a la vida y no a la inversa; sobre todo tratándose de una estatua que simboliza semejante vasallaje. En busca de sombra que me resguardara del calor, avance al museo que precede la Plaza Manuel Tolsá. En definitiva, el haber entrado ahí aquella tarde concibió que en mi camino convergiera el amor en una de sus más majestuosas e inexplicables manifestaciones. Me encontraba yo extasiado delante uno de los cuadros del Doctor Atl, Gerardo Murillo. Bien se podía pensar cualquiera de las Crónicas marcianas. Era la “Erupción del Paricutín”.

El hecho de ser corto de vista permitió dar lugar a lo extraordinario, pues en el momento en que mediante un reflejo inconsciente mis manos se posaron sobre el muro para favorecer la contemplación estética, éste dio una sacudida que me congelo los nervios. La tablaroca cedía cual ficha de domino, y hubiera sido de esa manera con el resto de las paredes si el personal del museo, que observaban atónitos la escena, no se hubiesen abalanzado hábilmente para evitar la desgracia. Durante las reprimendas y sermones correspondientes por parte de la respectiva encargada de área, una anciana frívola y esnob, noté que en la parte inferior del bastidor de la pintura se asomaba atractiva una nota. El déjà vu de mis manos acercándose a la obra para tomar el rugoso pedazo de papel bastó para trastornar la paciencia de los trabajadores que ya de por si me miraban con cierta aversión. Me echaron del museo, de nuevo a los calurosos rayos del sol.

El pequeño recado seguramente venia de una persona enigmática con cierto gusto por la eventualidad, o, por el contrario, pudo haber sido plantada en aquel sitio especifico por algún empleado del museo o peor aún, por algún farsante, algún tipo burlón. Como sea, ahora el juego se abalanzaba en mí.

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Me la imagine ágil y petulante; eminentemente aristocrática. Engalanada en un vestido de flores, una mascada fresca como el verano rodeando su cabello y con un espléndido lirio adornando su pecho. “A la persona que encuentre este recado antes del 30 de abril del 2019. Encuéntrame frente al cuadro, llevaré un sencillo vestido de flores, una mascada ligera y sobre mi pecho lucirá un lirio”. Doblé nuevamente la invitación y la guarde en mi cartera. Aquel día, con el anhelo a flor de piel, camine rumbo al barrio chino con el propósito de hallar una caja similar a la de mi viejo; si voy a ordenar mi vida por algo he de empezar.

El proverbial día no comenzó como todos los demás pese el calor de abril. Me vestí presuroso y salí echando rayos por Bolívar, gire en Tacuba (como siempre). Desayune algo modesto en el Maison Kayser, tortilla francesa y jugo de naranja. Me dirigí de nuevo al museo pero no estuvo ninguna persona; espere sin ganas durante horas sin poder divisar mi suerte. No es la primera vez que lo experimentaba, un momento tan esperado que cuando por fin llega, se muestra decepcionante, mas yo siempre estoy preparado para estas arremetidas de la realidad. Tal vez a esto se reduce la vida. Quién asiste a un museo en martes, ni siquiera la anciana esnob estaba a la vista. Regrese mis pasos hasta la habitación.

El miércoles primero, de nuevo posado bajo las pesuñas del caballo de Carlos IV, hacia las once de la mañana, pude advertirla, como un fantasma entrando al museo. Me incorpore de un salto maquinal, la seguí automáticamente. Se dirigió al susodicho cuadro e inspeccionó el escondite, imagino su sorpresa al no encontrar nada ahí. Me aproximé parsimonioso a su espalda.

Cómo vive esa dahlia que has prendido junto a tú corazón. Nunca, hasta ahora, contemple en el mundo junto a un volcán una flor. —Dije sin pensar (seguramente lo robe de algún libro) con la más grave voz que me fue posible.

Ella giró divertida por tal muestra de pedantería; le entregue la nota seguida de mi presentación y antes que pudiera pronunciar una palabra di media vuelta y marche a la salida, incluso para mí fue imprevisto pero era mi turno de mover, no había vuelta atrás. Su cabello era como un telón de oro, ondulante; y sus labios, rojos y afilados.

Camine a paso de turista extrañamente satisfecho, espere mucho para muy poco. Me percate que venía detrás de mí, seguía mis pasos así que disminuí la velocidad. Caminó simplemente a mí lado por los corredores del jardín central, lucía despulido, lleno de basura y desperdicios; aún las jacarandas que inundaban la Alameda  y ofrecían una visión deliciosa, eran opacadas por el deplorable estado de las calles, muy distinto de lo que surgía por las copas de los árboles. No le preste mucha atención, me merecía la pena.

—Es mi juego de máscaras, secreto para todos excepto unos cuantos, evidentemente— confesó después de caminar junto a mí por unos minutos; el museo es mi parque de diversión, lo utilizo para provocar al destino, a Eros, a la casualidad. Dude por un momento.

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—No lo entiendo.

—No tienes que hacerlo— Dijo con encantadora complicidad—. Realmente pensarás que he perdido la razón, que estoy chiflada pero por otra parte, deberás aceptar que cualquier persona que entre en un museo es poseedora de cierta sofisticación, por lo generar, son mini-maníacos con indudable extravagancia ¿No lo crees?

—Ciertamente, así lo creo— Había llamado totalmente mi atención. Era evidente por la expresión en mi rostro.

Mientras pronunciaba estas palabras yo desnudaba contemplativo sus ojos, alucinantes estanques de miel que me atraparon desde ese primer coincidir. Es obvio que le atraigo pero también la repelo, y viceversa. De lo contrario no me hubiera seguido. Me resulta una diversión interesantísima y por eso no pasa nada.

—Invente una curiosa manera de tamizar mis idilios. Por lo demás, dejó ese mensaje cada que me apetece; a veces pasan semanas, otras meses. Hacía poco menos de dos años que nadie llegaba— salimos de la Alameda Central por el Kiosco, rumbo un callejón desconocido para mí pese mis vagabundeos, paseamos conversando hasta una alta cafetería ruinosa, ciertamente que allí el tiempo se había detenido; ella pidió un late y yo americano.

Era una tipa algo extraña, de ninguna manera corriente, vestía con gusto y esmero esos patrones coloridos que ofuscan a quien la mira pero sin cuidarse de la moda. Su charla no era menos singular, todo lo contrario; se manejaba como una artistita, una poetisa, una creadora de atmosferas y situaciones, como una directora de orquesta; así la juzgue. Indudablemente esta escena me parecía una especia de ensueño, una situación agradable y rara que se aprecia pocas veces durante la existencia. Terminamos el café y me invito a salir después de lanzarme un giño seductivo.

—Vamos por el premio. Tengo un “nido” cerca de aquí, lo podría llamar mi estudio pero yo no pinto, me limito a vivir y a conocer.

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Al pasar por el marco de la puerta me paralice de súbito, con miedo, me parecía que entraba demasiado fácilmente en este juego, y no lo sé de cierto, soy como el peoncito de una dama que remata la partida sin sospecharlo.

—¡Es cierto! Aún no sé tú nombre—. Soltó una risa melodiosa que me estremeció hasta el alma y me empequeñeció.

—Sabía que dirías eso— sonrió, meliflua, obsequiosa; bastó para evadir mi cuestionamiento sin futuras replicas.

Compré cigarros y una botella de Sangre de Cristo. Me llevó por calles que no había recorrido; era como estar en alguna otra ciudad, en otra época, inclusive el clima cambió de color. Entramos por un callejón en piedra menuda, con amorosos y enredaderas de lado y lado, hasta una especie de mirador que habilitó como vivienda. Sacó un par de copas y un cenicero de latón.

Se tumbó sobre un diván con la mirada soñadora, enajenada de la realidad. No era de este mundo, al menos no del mío. Yo la miraba sereno y pensaba la chifladura que cometí al dar media vuelta sin permitirle hablar; rápidamente se convirtió en un ensueño, destructor de realidad, y me disgusto la idea de pensar que este encuentro pudo no suceder jamás.

—¿Sabes porqué el treinta de abril?— si bien, ella no me veía yo negué con la cabeza—. Alguna vez tuve un amante, pues soy de naturaleza por demás apasionada; murió en un accidente este día hace años— Clavo sus ojos en los míos—, me prometí desde aquel entonces jugar a mi manera, sin más reglas que mi voluntad. Me he vuelto canalla con el amor, muchos pensarán que no le tengo respeto, que es una especie de castigo; en ocasiones tienen razón en otras no, a veces sólo me reconozco allá, cuando era feliz.

Se puso en pie y camino hasta unos paneles de madera que separaban un rincón del espacio, de no ser por su acción no los hubiera notado. Había un solo cuadro en todo el recinto, una imitación de Los Girasoles de Van Gogh

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—Muchas veces de jovencita— continuó hablando mientras sus prendas caían por doquier— me había divertido imaginando mi boda. Tú sabes: el esposo perfecto, la casa perfecta y todos eso clichés de la vieja usanza. Ahora lo pienso y siento que se me escapa el aire, una va por ahí eligiendo a la persona que compartirá su vida, como si en el amor se pudiera elegir; sinceramente no lo entiendo.— haya iba su sostén, como mariposa de encaje. Estaba seguro que podía verla a través de los retablos— Como ya te habrás percatado, me inclino ahora por la eventualidad, si es que puedo llamarlo así, ya ves el destino que he organizado; claro, algunas veces no resulta como se desea. Lo primero que evalúo es la apariencia de quien encuentra la nota ¡alguna vez fue una mujer! Esa ocasión yo no “estuve”, me hice la tonta cuando me entrego el mensaje y salí volando.

De los paneles vi avanzar una visión que me dejo sin aliento. Era la mujer más alucinante que existiría jamás. Sus rasgos estilizados estaban perfectamente coronados por una cabellera de oro fulgurante. Lucía un vestido largo de tela estridente que se adhería a su singular anatomía; ella avanzaba y me percate que en realidad el vestido resplandeciente estaba pintado, hábilmente, por las cordilleras de esa mujer. Los bellos se me erizaron. Podía ver con toda claridad los montículos de sus pezones, con todo y aureolas de surcos suaves.

—Es sumamente curioso— Pronuncié con la voz entrecortada, que rápidamente recupere-. Denota una gran imaginación y un buen gusto. Una forma de riesgo en la escogencia.

Sacó un vinil de Louis Armstrong y lo colocó con delicadeza en el tocadiscos. Me percate que la dahlia también adornaba su espalda, perenne, justo debajo de la nuca. Servimos más vino mientras sonaba La vie en rose, prendió incienso hindú en un pebetero de bronce. Se sentó a mí lado con avidez. Mis piernas temblaban, siempre fui de aquellos que no creen en nada y ahora, falto de mí, lo quiero todo. El calor de sus manos me tranquilizo. Había algo salvaje, cálido y antiguo en toda ella. Bien se veía, era no solamente una persona sino toda una historia que jamás vería muy clara.

 —Entiendo esto como un ritual, una sagrada ceremonia. Todo por una noche y   después nada, otra vez la casualidad. El mismo juego de azar, siempre inicial y siempre último.

En este instante no oía nada, más que el sonido de sus órbitas planetarias que se meneaban con firmeza; ella hablaba con todo el cuerpo, todo el cuerpo era una voz que envolvía y succionaba mi juicio. Desfallecía envuelto en el aroma de perfume fino y alcohol.

—¿Por qué debe ser así?— Pregunté aunque ya sabía la respuesta.

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—De otra manera se convertiría en obligación, un compromiso; un rutinario matrimonio— dijo esto mientras se desnudaba, insoportablemente apetecible.

Yo me incendiaba, me consumía como supernova explotando en llamaradas de deseo colapsando sobre sí. Bebí largamente a pico de botella como quien encuentra valor en la nebulosidad del vino. Así debieron ser los encuentros de Bukowski.

La bese como un animal nuevo, insaciable y feroz. Sentía poderosamente uñas y mordiscos. La penumbra rápidamente nos arropaba, el tañido de las campanas de la iglesia próxima vitoreaba nuestra comunión.

Mis labios escalaban progresivamente sus serranías. Yo era algo pequeñísimo, minúsculo, aventurándome por esos extrarradios suspendidos en el firmamento; y en un santiamén crecí tanto como para tomar los planetas con las manos, activado por fuerzas desconocidas, a merced de las grandes explosiones que ocasionaban los astros poetas. Pensaba que nunca antes había llegado a semejante exaltación, éxtasis, delirio o tumba; el mundo mismo se estremecía entorno a nosotros, como un embudo en espiral. La obscuridad no existía, no afectaba para nada. Tenía los ojos extrañamente estrambóticos, veía doble, con una nitidez incomparable pero eso no me interesaba, sólo quería desempeñarme en ese placer que me extinguía el pensamiento, que borraba mi identidad.

El ambiente se anegaba de exclamaciones a la vida; podía reír, sudar, gemir o hablar para motivar sus caderas al ritmo de la marea reventar en mi abdomen. Nos miraba desde el espacio, el punto que éramos estalló en infinitas partículas luminosas mientras yacía en encima de ella y sólo su cadera se sacudía con espasmos autónomos, desarticulados, que desgranaban nuevas emanaciones de ese placer. Me hundía las uñas en la espalda y los talones en las caderas.

Ahora mi cabeza se erguía contemplativa, me descubrí cómodamente instalado en el cuerpo deiforme de esa mujer, que continuaba ida, con un crecer de júbilo similar a una oda. Aquí, lo había soñado, no era más que un sueño, un espejismo que se adhiere y se insinúa hacía la vigilia.

Ella aún continuaba ida, ciertamente no era de este mundo. Cuando regreso en sí, lo hizo de la manera más suya, ceñida a mí, la sentía entera y absoluta dentro de su abrazo. Cerró sus ojos rehuyendo de las sensaciones de fuera; repentinamente tan cansada pero segura de su victoria.

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—El amor es complicado— confesó—. Digo, le han quitado sus más exquisitos ingredientes, es lo nuevo que hay en una persona cuando se le conoce por un día, por la noche; al día siguiente se convierte en saturación o cansancio…

Yo no quise interrumpir el silencio de su frase interrumpida. Sabía lo que venía.

—…pero no todos pueden apreciar esto.

Su voz iba quebrándose un poco con un tono melancólico que incrementaba. Lo entendí como el preludio de mi adiós. Con alegría de esperanza o esperanza de alegría salí, con el espíritu suspirado por los labios, adherido a cada átomo de mí. Era un sueño y había despertado, en este momento debía de reordenar mi vida.

Caminar por las calles del centro de la ciudad durante la noche es un deleite para la vista, sobre todo si uno se detiene a apreciar los palacios iluminados, las empedradas calles, las casonas del periodo virreinal, los antiguos faroles, fuentes de piedra o de cemento. Antes de regresar a mi pequeño departamento en el Santa Clara, debía pasar frente al museo, a estas horas, silencioso e inerte.


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