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Literatura

Las cuevas de Opium

Cuando Radaim llegó a Opium la guerra se había desatado: criaturas demoníacas luchaban con los dioses, arrancándoles la piel y riendo a la par.

Diseño: Vanessa Contreras

Berenice Silva, mejor conocida como Beka o Señor Tocino, es estudiante de la Licenciatura en Enfermería; además, es aficionada a la lectura y escritura principalmente de fantasía o comedia trágica.Semblanza.

En la lejana, árida y olvidada África, allá donde nuestros ojos no alcanzan a ver, donde se oculta lo místico y lo increíble, en las cuevas de Opium, vivió hace muchos años o quizás no tantos; una pequeña niña cuyos ojos eran de color azul cristalino como las aguas más puras, su piel negra azabache, dientes blancos y brillantes como luna de octubre y con el cabello rizado con el que pareciera se tejen las redes de la jungla, su nombre: Radaim…

Radaim creció alejada de toda la civilización que se podía encontrar alrededor de las cuevas, cuevas que pocos o nadie conocía, se decía que estaban malditas y que todo aquel que entrara en ellas o siquiera se acercara caería presa de los demonios que ahí habitaban; aunque si bien las cuevas encerraban un misterio, la realidad estaba alejada de lo que se decía.

Radaim no era un humano cualquiera o mejor dicho, no era humano, ella había sido enviada por sus padres el Dios Rakin y la Diosa Ylesha, guardianes de los cristales que mantenían el equilibrio entre el bien y el mal en el Namaid, tierra de dioses y guerreros. La misión de Radaim era proteger lo que las cuevas de Opium encerraban y era el portal al inframundo; lugar donde habitaban los seres y espíritus más detestables, allá donde los más oscuros deseos se esconden y la sangre corre por los ríos como agua viva. Esta no era una misión sencilla, a menudo se escuchaban lamentos provenientes de las cuevas, gritos desesperados que harían huir hasta al más valiente de los guerreros, pero no a Radaim, había sido entrenada para soportar la desesperación de escuchar tan desagradables sonidos: fue encerrada y encadenada en el cuarto de los lamentos por sus padres, en ese sitio se encontraban los guerreros condenados por traición y eran golpeados de manera brutal hasta provocarles la muerte. Radaim vivió ahí mucho tiempo; sin embargo, cuidar el portal no sería sencillo.

A diario, justo cuando el Sol ocultaba su resplandor tras la Luna, Radaim bajaba hasta el portal a revisar que los sellos que servían como candado estuvieran bien cerrados, estos sellos habían sido puestos por los dioses y sólo podían abrirse si se poseía uno de los cristales que eran resguardados en la tierra de Namaid. Cierto día Radaim salió a explorar por los alrededores y mientras caminaba entre
la arena se percató que ninguna de las criaturas que habitaban en Opium se encontraba fuera como de costumbre, no se escuchaba ruido alguno más que el viento al rozar su rostro. Con los ojos cerrados pudo concentrarse y por un segundo se detuvo a respirar; caminó unos cuantos kilómetros hasta que halló un árbol donde pudo tirarse a descansar un momento, pero lo que no imaginaba era que mientras ella descansaba y hablaba con los espíritus del viento, los gigantes de arena planeaban atacar la tierra de Namaid, robar un cristal y abrir el portal para desatar una guerra entre dioses y demonios.

Los gigantes de arena habitaban por todo el desierto de África y era raro verlos de pie por las mañanas, ya que su energía la tomaban de la Luna. Ellos eran liderados por el rey de las arenas, Nofarem, quien en tiempos más antiguos, cuando la tierra era habitada por estrellas andantes y galaxias exploradoras, había sido un Sol incandescente, que desprendía un fulgor de variadas tonalidades, esto le daba el poder de encenderse y apagarse a voluntad; éste al creerse mejor que los demás Soles que alumbraban la tierra fue condenado a vivir bajo la sombra y cobijo de la tenue luz de Luna convirtiéndose en arena. Nofarem buscaba venganza en contra de los dioses que lo condenaron a tan terrible castigo, él que brilló en lo alto y alumbraba, ahora vivía de noche siendo pisoteado por las criaturas que caminaban por el desierto. El plan de Nofarem era simple, atacar la tierra de Namaid y las cuevas de Opium, unir a todos los condenados en el cuarto de los lamentos, robar un cristal y desatar la guerra.

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Radaim se encontraba aún bajo el árbol que sirvió de cobijo durante su descanso cuando cayó la noche y escuchó un estruendo, como el llanto de mil estrellas agonizando cuando su luz se apaga; de inmediato se levantó y comenzó a correr hacia las cuevas, se encontraba muy lejos pero por el estruendo sabía que la tierra de sus padres había sido atacada y el portal estaba siendo profanado por los gigantes de arena. Radaim corrió lo más rápido que sus pies podían, pero el camino se hacía cada vez más largo debido a que los gigantes que cubrían el desierto no estaban, en su lugar sólo habían agujeros negros que ella tenía que sortear para poder avanzar.

Cuando por fin llegó a Opium era demasiado tarde, la guerra había sido desatada: criaturas demoníacas luchaban con los dioses, arrancándoles la piel y riendo a la par. Miles de aldeanos de la tierra de Namaid habían sido arrastrados hasta ahí como trofeos, el campo de las cuevas había sido convertido en un mar rojo de trozos de carne desgarrada. Radaim no pudo contener su dolor al ver a
su pueblo sufrir por un descuido suyo, sus ojos azules se volvieron de un rojo ardiente, su cabello se tiñó de gris y comenzó a elevarse por los aires, de su cuerpo salían llamas de luz incandescente y mientras más se elevaba entonaba un viejo conjuro namaidiano en contra de Nofarem y todo aquel que había hecho daño a su pueblo. Condenó a los gigantes a vivir bajo las aguas y a disolverse, a no ver la luz nunca más. Convirtió los desiertos en mares, a las criaturas demoníacas las envió a servirle al Kraken que habitaba en el fondo del mar y a sufrir a diario desmembramientos. Cuando todo estuvo bajo control, destruyó las cuevas y se hizo explotar como señal de arrepentimiento; Radaim se fundió con el viento, la arrastró hasta las estrellas que hoy vemos en el cielo y aún cuando la gente recuerda su historia se puede escuchar al viento susurrar su nombre.


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