Quise ver mundo, y corrí. Corrí sobre las dunas de arena intemporales; sobre restos históricos de fortalezas y funambulistas. Pasaron los días y solo vi arena: arena y polvo, polvo y arena. Comprendí entonces que estaba condenado a vivir con todos esos cadáveres, a dar vueltas en su molesto sentido, a llevar la boca abierta como un lagarto sediento.
Lo cierto es que me aburría, y quise huir. Salí del circuito, me precipite por los extrarradios y escalé la montaña de héroes descompuestos. Ahí fui principalmente poeta. Todos los días me sentaba sobre una peña y escribía un poema. Inventaba todas las palabras igual que cuando vivía en la obscuridad. Soy el único que sabe lo que significan las palabras, no pueden traducirse. Esos poemas me harán famoso algún día. Son únicos. Unos poemas preciosos, tan preciosos que el mundo entero se estremecerá.
Más tarde me dediqué a otra cosa. Cuando terminé de ser poeta, antes o después de quedarme sin palabras. Andar perdido, como muerto en vida. Con la boca abierta, la mandíbula dislocada. Mirando al cielo, a ver si cae algo. Quizá lo mismo de ayer y de anteayer.
Esto es lo que se llama hablar. Creo que ése es el término. Cuando las palabras salen, vuelan por el aire, viven un momento y mueren. Extraño, ¿no? Yo ya no tengo opinión. Sin embargo, hay palabras que se necesitan tener. Hay muchas, muchos millones, creo. Quizá sólo tres o cuatro. Si puedo ofrecer las palabras que se necesita tener, será una gran victoria.
Y, entonces, ¿Dónde estaré?… Cuando sea viejo y al final haya aprendido a andar como las demás personas. Entonces bailaré en la cuerda floja y la gente se quedará asombrada.
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